miércoles, 28 de septiembre de 2011

India 2011: un viaje con igriega

Un día de julio, el vigésimo octavo, comenzó el viaje a la India, un viaje que había querido hacer desde que once meses antes llegaba a España, también desde la India, sabiendo que había que volver, y que había que volver pronto.

Mi viaje, nuestro viaje, empezó en la habitación 114 de traumatología, en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Allí estaba mi tía, tumbada y paralizada desde la cintura a los pies, hacía ya casi tres meses. Fuimos a despedirnos de ella, y fue la mejor manera de decir adiós a nuestra vida “corriente”, y también a estos últimos meses llenos de acontecimientos inesperados y tristes.

Me gustó verla, darle uno, dos, tres besos, y que me apretara fuertemente. Lo que me dijo es mío, y las lágrimas mías son suyas. Espero que sepa y pueda, que quiera seguir adelante, un poco más, porque a nosotros, a sus hijos, nietos, hermanos y sobrinos nos haría mucho bien que se quedara un ratito más. Vimos en esa visita destellos de su sentido del humor, de su loca manera de ser, de su increíble capacidad de atraer a la gente que tiene cerca. Allí la dejamos, esperanzados en que los destellos que veríamos a la vuelta iluminarían más...



Nos fuimos a Madrid en autobús, para irnos a Helsinki en avión. Desde allí aún nos quedarían otros dos aviones para llegar a Kolkata vía Delhi. Tal vez allí, en Kolkata, comenzaba el viaje. La novedad más importante del viaje, de este viaje a India, es la compañía. Sara era mi compañera de viaje, fundamentalmente. Por primera vez se venía. Se apuntaba por fin, así que se acabó eso de echarla de menos. Toca, pues, contar el viaje que hicimos juntos.

Porque, los otros dos, los Durio, se venían a Madrid, para irse a Moscú, para llegar a Delhi y después a Kolkata. Allí, en Kolkata, empezaría la aventura India de los cuatro. Aunque antes, una noche española, repetimos lo que es ya una costumbre. La cena pantagruélica y estupenda en Virgen de Luján, servida por los anfitriones, con un montón de cariño y un montón de energías. Este año, además, uno de los que siempre nos despedía, se venía con nosotros. Willy se estrenaba en esta forma de viajar, otro más para pasear el mundo en mochila.

Y llegamos a Kolkata…

Fueron días de riarreas y gómitos, de fiebres y mareos, de ir hacia adelante, siembre, y a la izquierda, en busca de Madre Teresa y de su honrada pobreza material, y de su extraordinaria riqueza espiritual. Fueron días de descubrimiento para dos y de redescubrimiento para otros dos, de pestes meódromas, de las primeras Kingfisher y de los primeros lassis. Fueron días kalkuteños de mercados de flores, de paseos y de calor, de farmacias, y de juegos de mesa y de espera mochilera y de cabreos rusos. Fueron los peores días, tal vez, pero fueron los primeros, y también esos días fueron necesarios para que en vez de ser cuatro viajeros, saliéramos de Kolkata siendo, ya, un grupo de viajeros. Y tuvimos la suerte, además, de ver tres o cuatro templos jainitas muy bonitos, de comernos gran parte del bizcocho de mi madre, que cada año sienta mejor, y de empezar a degustar las excelencias de la comida india.

Aunque, eso sí, allí en Kolkata nos quedamos atascados unos días, gracias al buen hacer de Aeroflot, una empresa de aviación rusa que transportó muy bien a los Durio, pero que dejó por el camino las mochilas de los Durio. Debemos decir que es de las pocas veces que un Durio llega antes que algo o alguien. Pero ocurrió así. Claro, solamente una mochila de un Durio puede llegar más tarde que un Durio.

Comenzó, pues, la parte de compartir lo poco que llevábamos dos entre cuatro. Y, en fin, poco hay que decir, se hizo lo que se pudo, se llevó con buen humor, y conseguimos que aquello no nos cabreara más de lo necesario.

Nuestro hospedaje fue el Modern Lodge, que textualmente significa alojamiento moderno. A los que hayáis ido a alguna clase de inglés, o de cualquier otro idioma, os habrán dicho que las traducciones nunca deben ser demasiado textuales, pues te arriesgas a perder el sentido de lo traducido. Bien, nuestro Modern Lodge, en realidad, debería ser entendido como un alojamiento que fue moderno a finales del siglo XIX. Desde entonces, como tantas cosas en la India, lo único que ha pasado por allí ha sido el tiempo. El tiempo y los alojados, que hemos ido deteriorando, unos más y otros menos, las incalificables instalaciones del lugar. Fue nuestra primera habitación, que podríamos calificar de apartamento, con dos habitaciones, cinco ventanas, tres camas, un armario sin puertas y con seis dedos de polvo, varios cortineros sin cortinas, y un maravilloso cuarto de baño, que, seguramente, tuvo una época gloriosa cuando los ingleses se marcharon de allí. Lo más innovador de la habitación del Modern Lodge era, sin duda, la manera de hacer frente a agujeros y grietas en las paredes ideada por el jefe de mantenimiento (no quiero decir que exista este cargo en el hotel que tuvimos la fortuna de conocer, ni tal vez en toda la India, o sea, que es, digamos, una licencia literaria). Un agujero tapado con una lata de refresco y una grieta disimulada con hojas de periódicos harían las delicias de cualquier aficionado a la chapuza, y muy especialmente, al enfermo de la reutilización de objetos varios.

Afortunadamente, y cuando ya íbamos siendo parte de aquél lugar, llegaron las mochilas, sí. Los rusos nos las devolvieron después de pasearlas gratuitamente entre Delhi y Kolkata varias veces, para que los equipajes conocieran mundo y fueran cogiendo mierda, de camino. Necesitaron cinco días, los inútiles, y desde aquí pedimos a cualquier persona con sentimientos que jamás vuele con esa gente. No son de fiar. Lo podemos prometer. Lo prometemos.

Siempre recordaremos aquellos días, los pañuelos fresquitos en las frentes, la primera experiencia de muerte inminente de Primo Edu, nuestra Rwna, la amable e incapaz encargada de la Aeroflot en la India… Kolkata. Calor, con K.

Luego, ya pertrechados con nuestros equipajes, y dejando Kolkata cagada y vomitada a discreción, nos fuimos al frío de Darjeeling. Al norte. Muy al norte, cerquita de los picos más altos del planeta. Ya sabéis, en las películas siempre sale un médico recomendando a sus enfermos pasar una temporada en la montaña para mejorar de los males de la gran ciudad, y oyes, eso hicimos. La doctora Queen se llevó a sus pacientes a las estribaciones del Himalaya, y salió bien la cosa. Los paisajes, aunque matizados por las nubes, eran espectaculares, empezamos a ver la salvaje naturaleza de la India, y también, claro, los primeros avisos de que este año el monzón viajaría con nosotros. Y los monos.

Fue nuestro primer viaje en tren, un tren de segunda, con nuestras literas de escai, no tan limpios como las camas de un quirófano, eso sí, pero mucho más duras, desde luego; y también el primer sorteo de las camas. Creo recordar que Sara y yo nos quedamos en las dos de abajo, al cuidado de las mochilas, mientras que los Durio se subieron a la intermedia y a la de arriba de la hilera izquierda. Medio dormimos, como casi siempre, pero disfrutamos del ambiente del tren, de los gritos de los vendedores de chai, de samosas, de agua, de los vendedores de todo. También empezamos a usar los wc de los trenes, comprobamos qué cantidad de gente entra y sale de cada vagón en cada estación, y hasta jugamos alguna partidita de cartas.

En Darjeeling descansamos de ruidos, de calor, y nos recompusimos los cuerpecitos para el resto del viaje. Lo cierto es que el tren nos dejó lejos de Darjeeling, hasta allí arriba tuvimos que subir en jeep, un jeep con catorce o quince pasajeros, que prometía salirse de la calzada en cada curva y romper la dirección en cada bache. No sé decir si había más baches que curvas, o más curvas que baches, pero lo cierto es que ni caímos montaña abajo, ni partimos nada. Llegamos, de hecho. Llegamos un montón de gente en un medio de transporte ideado para la mitad de gente, probablemente, pero lo importante en estos casos es llegar. El cómo es parte de la aventura india.

Esta vez no nos alojamos en ningún lugar moderno, sino que nos fuimos, serpenteando por las callejas de Darjeeling, al Andy´s Guest House. Fue, sin duda, una gran elección. Habitaciones amplias, camas decentes, todo limpio, cuarto de baño estupendo, y dentro de nuestra campaña de ahorro, renunciamos a la ducha de agua caliente a cambio de un cubo, y eso nos permitió ahorrarnos veinticinco rupias a cada uno. Unos treinta y tres céntimos de euros. Algunos pensaréis que eso no es dinero, sí, pero por 9 rupias desayunaba la Doctora Queen cada día en Kolkatta antes de empezar la visita médica.

En Darjeeling intentamos, sin éxito, hacer alguna excursión por la montaña, pero la lluvia monzónica no quiso que nos estrenáramos. El paseo, en cualquier caso, nos permitió descubrir que, tal vez, Michael Jackson no esté tan muerto como algunos presumen… y hasta ahí puedo leer. También aquí fuimos templarios, y visitamos iglesias budistas y hasta, de lejos, una católica.

La visita más interesante para algunos fue al Happy Valley Tea State (podemos cantar todos con la música del happy birthday). Los grandes y pijos almacenes Harrod´s de London se nutren aquí para vender el té a millones de gentes. Nos enseñaron el proceso de recogida, selección, secado y embalado, y echamos un buen rato, primero Sara y yo, y después los Durio, que llevaban una hora menos, como Canarias (las islas). Ellos, además, fueron al zoo, según creo. Nosotros teníamos bastantes animales ya por las calles como para ir a ver más a las jaulas. No tuvimos más remedio que beber cerveza junto a Michael Jackson, mientras veían osos y tigres encarcelados, pues Lameiro ya estaba casi recuperada de sus males, y su cuerpo iba pidiendo cervecita.

En Darjeeling la gente se encierra en sus casas a las seis de la tarde, con lo que pasamos algunas noches de juegos varios en el hotelito, a la luz de las velas, y tuvimos la agradable sorpresa de que Primo Edu había traído en su muy viajera mochila unas dosis de chorizo y salchichón, que nos hicieron derramar lágrimas de emoción. Nunca entendí por qué no entregó esa mercancía a la Doctora Queen cuando el resto del equipo estaba ayunando, pues, sin duda, habría sido un gran premio al ingente esfuerzo llevado a cabo por tan gran profesionala de la medicina aficionada. Pero eso es lo que tienen los pacientes, que son unos desagradecidos.

El tiempo himalayesco se terminó y nos montamos otra vez en un jeep, y después en un tren, y tal vez en un motorickshaw para llegar a nuestra siguiente estación. Estación de paso, como todas. Así que nos fuimos, desilusionados por no haber podido subir algún montecillo de aquellos de cinco o seis mil metros de altitud, aunque contentos, pues estábamos bien, estábamos de vacaciones, y seguíamos viajando. Y el viaje es viajar.

Salimos de Darjeeling con la intención de pasar unos días desnudos en Bhodgaya. Edu nos había prometido que allí había montones de sitios nudistas, y nos convenció de las bondades del naturismo, con su habitual labia, y su puntito de desvergüenza. Así que le creímos, nos pareció buena idea, y, ni cortos ni perezosos, llegamos, nos fuimos al hotel, nos desnudamos los cuatro y nos fuimos a un templo japonés la mar de lindo. Dejamos nuestros zapatitos en un mueble que había en la puerta (pues desnudos sí, pero andar por la India descalzo ni de bromas) y, tal y como vinimos al mundo nos presentamos a las puertas de la pagoda, con la sana ilusión de pasar unos días despojados de todo lo inútil, y, ya puestos, sin ensuciar ropa, que en este tipo de viajes no es moco de pavo. Bueno, nos quedaba una gran sorpresa, y no se lo van a creer, pero el imbécil nos había confundido, y nos salió un monje vestido (¡vestido!) de granate y nos preguntó por nuestra indumentaria (carencia total de indumentaria), con cara de no entender nada, aunque los japoneses tienen esa cara casi siempre, pero bueno, la pregunta nos la hizo con cara de japonés que no entiende nada, y nosotros, pues qué íbamos a hacer, no teníamos más remedio que defender nuestro punto de vista y de camino nuestra desnudez, así que al unísono contestamos que éramos nudistas, claro. El monje puso los ojos del revés, aunque los japoneses casi siempre tienen los ojos mal puestos, pero bueno, estos ya no eran los ojos de un japonés normal, y nos comunicó, solemnemente, que aquello no era un templo nudista, nosotros que cómo que no, que lo habíamos leído, que nuestro primo, y hermano, allí presente, y desnudo, lo podría confirmar, y el japonés que no, que no y que no, que éramos los primeros nudistas que llegaban allí, nosotros que anda ya, que no sería para tanto, vamos, un follón… hasta que de últimas, el japo de azafrán, que parecía harto de nosotros, nos hizo callar, y el muy sabiondo nos aclaró que aquello era un templo ¡¡¡budista!!! No nudista, no, no, no, no, vamos, que no, que era ¡¡budista!! Acabáramos… nos miramos incrédulos, tratamos de sacar del error al pobre monje, pero no hubo manera. Por mucho que le hicimos ver lo absurdo de su cerrazón, no entró en razón. Que era budismo, no nudismo, que no podíamos ir así por los templos, y blablabla. Vamos, con tal de no discutir, nos vestimos. Pero claro, para eso tuvimos que llegar al hotel, que no estaba enfrente precisamente. Pero bueno, llegamos al hotel y Sara y Edu se pusieron las bragas y los otros dos nuestros propios calzones, que por entonces ya, creo, iban del revés, y listo.

Luego estudiamos que Bhodgaya se llama así en honor a Buda, que allí, en aquella tierra, se iluminó, después de ayunar un tiempo bárbaro, y se inventó el tema éste del budismo. Nosotros seguimos pensando que el príncipe Sidharta lo que de verdad quiso fue inventar el nudismo, pero por lo que fuera, no le comprendieron en su tiempo, y así quedó aquello, lleno de templos budistas de lo más singulares. Por otra parte, Buda guarda un enorme parecido con Marge Simpson, y también estamos investigando si no puede ser que su majestad se haya reencarnado en la señora de Homer. En fin, no hemos profundizado en la materia, pero no olvidaremos hacerlo próximamente.

Willy, que no tenía mucha suerte en los juegos de naipes, aunque era imbatible al dominó, entendió que estaba siendo castigado por su propio dios católico, por excederse con las visitas a templos budistas, jainitas y de todo tipo, y se tomó la cosa con más calma, eso sí. Nosotros tres estuvimos meditando en un templo, en posición de loto, y la verdad es que mola mazo. Es como pensar en la nada, yo imagino que así debe sentirse George W. Bush casi siempre, pero para nosotros era la primera vez. Después de que Edu y yo pasáramos por traumatología a recomponer las rodillas, pudimos volver a caminar con normalidad, pues la meditación es interesante, pero la postura del loto se las trae, vamos, que es francamente peligrosa para gente con artroscopia en sus rodillas.

El hotel de Bhodgaya estaba bien, en el sentido de que estábamos estrenándolo. Pero tenía sus pegas. Por ejemplo, las paredes del cuarto de baño estaban recién pintadas, pero demasiado recién pintadas, de forma que si te apoyabas, mal rollito. Si se mojaban, cosa normal, pues en la India las duchas no son más que grifos en alto que dejan caer el agua al suelo, sin mamparas ni cortinas ni nada, digo que si se mojaban las paredes, y se mojaban siempre que te ducharas, pues la pintura caía, resbalando de los azulejos. Tampoco entendimos muy bien por qué habían pintado los azulejos con pintura al agua, pues de todos es sabido que esa pintura no coge en el azulejo. Y mucho menos entendimos por qué no habían limpiado los azulejos antes de pintarlos. Eran muchas dudas, pero por suerte estábamos en el lugar adecuado. Podíamos meditar cuanto quisiéramos sobre ese o cualquier otro tema. Sara y ya nos agenciamos unas Kingfisher fresquitas en la tienda de licores e intentamos descifrar algunos misterios, durante toda una noche. No lo logramos, desde luego, pero como consecuencia de la ingesta de alcohol, entre que vas y vienes al baño y tal, pues claro, terminamos hasta las orejas de pintura. Es lo que tiene estrenar hoteles, claro.

Los Durio, que esa noche decidieron dormir más anchos que panchos, se levantaron más temprano, y sin pinturas por sus cuerpos, y conocieron una escuelita infantil para niños descastados, a la que fueron llevados por nuestros agentes de viaje de Bhodgaya. Vinieron muy encantados y dejamos algo de ayuda allí, para que los enanos pudieran celebrar el día de la Independencia (15 de agosto) con sus dulces y sus refrescos y sus cosas.

De todos sitios hay que irse, y aunque íbamos para rato, terminamos decepcionados con el rollo del nudismo. Vamos, que el nudismo era un rollito interesante, y el budismo estaba solo bien. O sea, nos largamos, por el mismo sitio que habíamos venido.

Saliendo de Bhodgaya llegamos a Varanasi. Otra vez en tren, claro. Otra vez en literas sin aire acondicionado. Varanasi. Dicen de esta ciudad que es la única de este mundo que no es de este mundo. Es bien posible que sea así. Nos encontramos, yo por tercera vez, y mis compañeros de principiantes, con la ciudad más increíble de la increíble India. El lugar al que los hindúes se dirigen para morir, a orillas del Ganges, para así garantizarse el fin de la rueda de las reencarnaciones. Un casco antiguo estrecho, lleno de vacas, y de peregrinos, mojado, a veces inundado, que huele a chai, a dulce, a orines, a carne chamuscada, nos invita a pasear y a pasear por cada rincón. Los gaths están repletos de peregrinos que se bañan ritualmente en el infecto río. Los turistas y viajeros asistimos asombrados a la ceremonia de la vida y de la muerte, a las piras funerarias que queman los restos de cientos de personas, una y otra vez, sin que jamás se apague el fuego sagrado al borde del río sagrado, a las inmensas colas de devotos que se forman ante el templo dorado. El río nos llama, nos invita a que lo admiremos, es inmenso, bestia, fuerte y poderoso, aunque no tanto para soportar toda la mierda que vierten en sus aguas las ciudades de todo su recorrido. En la gath principal hicimos una puja, una ofrenda al Ganges, acordándonos de tía Nena. Nuestra velita, la pobre, no supo muy bien cómo ni hacia dónde nadar, pero se mantuvo encendida, junto a nosotros, todo el rato que fue necesario.

Los monos son los dueños de los tejados de Varanasi y de casi toda la India. Nos entretienen mientras comemos o esperamos la comida, mientras nos tomamos unas Kingfisher fresquitas, mientras reposamos en los roof-top de los hoteles. Intentamos conocer personalmente a Álvaro Enterría, autor de nuestra biblia de viaje a la India, de La India por dentro, un libro que recomiendo a quien quiera acercarse a ese país, aunque sea de manera virtual. Pero Álvaro no frecuenta mucho su propia librería, y nos vamos sin verle, y sin que dedique el libro a Edu, que este año viaja con él a cuestas.

En Varanasi estamos en un buen sitio alojados, no tanto como el Ganpati, que está a la misma orilla del Ganges, pero sí muy nuevo, muy limpio, y con un precio estupendo para la ciudad. Nuestras negociaciones con el gerente terminaron de la manera que muchas veces acaban aquí los tratos. Si nosotros estábamos felices de estar en su hotel pagando 300 rupias por habitación, él también lo estaría. Pero, por favor, no digan nada del precio a los demás huéspedes. No dijimos nada, claro, y estuvimos felices allí, aunque pasábamos bastante tiempo en la terraza del Ganpati, disfrutando de sus vistas y de su cerveza. Nuestra roof-top, la de nuestro hospedaje, tenía una pega. Estaba demasiado cerca de las piras funerarias, y dependía del viento que terminaras lleno de humo y de cenizas de los difuntos.

En Varanasi estamos varios días, únicamente caminando, descubriendo rincones, volviendo a tomar un chai con Manolito, mi amigo que hace el mejor té de Varanasi, dejando pasar a las comitivas que portan en angarillas de bambú los cadáveres, vistosamente tapados con telas doradas y naranjas y amarillas, y repitiendo, cada vez, el mantra nam nam sa te he, ram ram sacte eeh. Nuestro hotel tan cerca de la escalinata donde cada día se queman los restos de tantos hindúes es paso obligado de esas comitivas, y las escuchamos cada día, y cada noche. Navegamos el río una tarde, mientras se celebran los ritos de agradecimiento y homenaje a la madre Ganga. Vemos la segunda gath crematoria de la ciudad, aún más tremenda que la primera. Los hombres, los niños, los chavales, esperan a que ardan los restos de sus familiares. Las mujeres no acuden a las ceremonias. Si va una mujer es la incinerada. Al final, como siempre, siempre nos vamos al final, salimos de Varanasi.

Salimos de Varanasi a las andaluzas maneras. Alquilamos un destartalado e incómodo coche de caballos (de caballo, más bien) y fuimos dando saltos con cada bache desde el centro de Varanasi hasta la estación de ferrocarril. El coche de caballo era más divertido y algo más barato que el autorickshaw, sí, y también bastante más incómodo. Pero ¿quién va a la India buscando comodidad? Nos fuimos, pues, como me fui la última vez. Al trote.

Hace años, en el 2003, pensé que jamás volvería a Varanasi, y he regresado otras dos veces aún. Ahora, de nuevo pienso que, tal vez, nunca regrese a Varanasi. He tenido la increíble suerte de pasar tres veces por allí, y es justo pensar que ya no me tocará otra vez más. Pero, quién sabe, la vida lo dirá. Yo, ya, nunca olvidaré que estuve en Varanasi. Y recordaré siempre con quién estuve cada vez.

Khajuraho es nuestro siguiente destino. De nuevo en tren, pues descubrimos que hace un año han inaugurado la estación de ferrocarril allí. Nos evitamos el autobús, que ya tuvimos ocasión de sufrir durante cuatro horas a la llegada a Bhodgaya. Khajuraho es el lugar en el que permanecieron los templos con las más famosas figuras eróticas del arte universal, y fue gracias a que la naturaleza ocultó las edificaciones de la sinrazón de la religión islámica. En otros muchos lugares de India los jefazos y lerdos mandamases religiosos destruyeron la increíble belleza de esas construcciones, decoradas con inverosímiles figuras en inverosímiles posturas. El lugar es precioso, por sus templos. Hace calor, o llueve, y se turnan las nubes y el sol para poner a prueba la resistencia de cada cual.

Basta una visita a los templos, una parada en el interior de alguno de ellos para resguardarnos del monzón, y poco más, muy poco, para que la visita a este pueblo esté concluida. Eso sí, antes conocimos a Shoto, y su infantil deseo de tener un diccionario inglés-hindi para convertirse en bilingüe rápidamente, y sus prisas por alistarse en el ejército, casarse a los 18 años y tener siete hijos. Lo más sorprendente es que para él era (y es) inconcebible que Sara y yo no tuviéramos hijos, ni lo pensáramos si quiera, pues para él una familia feliz exige una montaña de hijos, y una vejez adecuada requiere de hijos y nietos, y un país grande se nutre de grandes familias. Obviamente le tuve que parar los pies un poco, porque la India, desde luego, es un país grande, pero no es tan grande como para que quepan mil quinientos millones de personas, y hacia allá se dirigen.

Shoto nos presentó al alcalde de la parte vieja del pueblo, quien nos enseñó su casa y su taller de artesanía, además de asegurarnos que su familia llevaba ejerciendo la alcaldía durante seis siglos. A veces, la verdad, es importante poner las cosas en comparanza, para descubrir que un alcalde que ocupe el cargo 20 años no es, realmente, un tipo aferrado al cargo.

En fin, nos fuimos de allá, de Khajuraho, hacia Agra. Decir Agra es decir Taj Mahal, y decir Taj Mahal es decir armonía, belleza, simetría, perfección… decir Taj Mahal es ver el Taj Mahal. Sin duda, en mi opinión, que he tenido la suerte de verlo tres veces a pesar de mi extrema juventud, es el edificio más bello que jamás haya visitado. No impresiona por su grandeza, ni por su blancura, ni por su situación a orillas del río Yamuna, ni por su historia. Simplemente se impone ante ti y te deja anonadado, demudado. Impresionado. Obsesionado por estar allí, por la incapacidad de observar el más mínimo defecto, descubriendo con solo un vistazo que estás justo donde tienes que estar.

Agra vive hoy día de la locura de Shah Jahan, quien decidió construir el más maravilloso monumento funerario en honor de su venerada esposa, Mumtaz Mahal, quien murió en el parto de su décimo cuarto hijo. No fue su única mujer, todo hay que decirlo, pero sí, desde luego, la más preferida. Esto hoy día no es viable, pero en aquellos tiempos, pues mira qué bien, lo llevaban con naturalidad. Al Shah se le acabó el rollito cuando uno de sus hijos decidió sacarle del poder y encerrarle en el Fuerte Rojo, en el propio Agra.

No entendimos nosotros allí, la verdad, donde estaba la pega. Lo hablamos bastante, porque somos gente que se preocupa por la historia y por el devenir de los acontecimientos, y más cuando de un señor tan importante como Shah se trata. Y, bueno, lo cierto es que sí, es muy chungo que tu propio hijo te derroque por la cara; y que te encierre ya como a un delincuente, pues, oyes, no está bonito. Eso no se hace con un padre. Ahora bien, si somos objetivos, el fuerte rojo es un palacio realmente grande, y antes estaba mejor cuidado que ahora, según creemos, es además realmente bello, y según cuentan, el Shah vivía allí, viendo el Taj Mahal, con su tristeza y sus achaques, pero, además, con quinientas mujeres a su servicio. Y cuando decimos a su servicio, decimos a su servicio. Vamos, que dentro de las putadillas propias que te puede hacer un hijo, yo me apunto a que me quiten del trabajo de mandar, y me manden a un cacho de palacio con quinientas jovencitas dispuestas a jugar para mí cientos de partidos de voleibol. Pero bueno, para gustos hay colores, y resulta que al Shah le jodió un montón lo que le hizo el travieso de su hijo. Willy y Edu tenían una opinión muy cercana a la mía, sino idéntica. Y yo coincidía también con sus puntos de vistas, siempre acertados. Lameiro, creo recordar, murmuraba, algo así, a media voz, y con gesto de resignación frapiana*: “cómo sois los tíos”. Ello a pesar de que nosotros somos primos, y el Shah y su hijo travieso eran padre e hijo. Vamos, que de tíos nadie había hablado. En fin, cosas de mujeres.
*Frapiana: perteneciente al FRAP.

En Agra pasamos los ratos en el Join Us, restaurante de referencia en aquellos lares. Sin duda es el lugar más barato, y con el hombre más amable y quijotesco de todo Agra. No tiene la mejor vista (la terraza, no el viejo), pero tiene una vista buenísima. Y la comida es excelente. La cerveza es enfriable, pero no es mala. Estuvimos allí, pues, tres veces al menos. Y nos gustó. A mí me viene gustando desde hace tiempo, y a los compañeros de este viaje les cuadró, igualmente. También nos cayó agua en Agra, mucho agua, mayormente en un intento frustrado de visita al mercado, donde vimos búfalas a cientos, que algunos calificaban como bueyes, aunque un buey, como bien sabe cualquiera que haya estudiado un poco, no tiene tetas. Nos mojamos, vimos monos, camellos y regresamos, empapados y agradecidos a Ganesha por habernos dejado ver el Taj Mahal, amaneciendo, casi sin lluvia, y con poquita gente.

Como de cualquier sitio, también del Taj Mahal uno se va. Es cierto que se tarda en salir de allí, es cierto que das mil vueltas y usas mil excusas para seguir mirando, es verdad que si alguien se sienta, cuando la decisión de irnos es firme, no pasa nada, los demás acompañan en silencio, mirando más allá del Taj Mahal, tratando de atravesar el mármol blanco para saber cómo, y por qué, y quién, y para qué, y, para, finalmente, pensar que no es posible tanta majestad. Y cuando te vas del Tal Mahal, en realidad, te vas de Agra. Y nos fuimos, sí. Una tarde, en tren, y hacia Jaipur.

Dicen de Jaipur que es la ciudad rosa. Cuentan que el rosa es el color de la hospitalidad en India, y que, aunque el color original del estuco utilizado en la construcción de Jaipur ya era rosado, durante la visita del príncipe de Gales en 1.905 fue pintada de color rosa, nuevamente, por orden del Rajá Ram Singh para dar la bienvenida en forma oficial a tan alto dignatario. El príncipe de Gales, creo que lo puedo asegurar, no era entonces el actual, Su Orejona Majestad. En fin, que me pierdo. Desde entonces, supuestamente, la ciudad es rosa…

Bueno, vamos a ver, rosa es la pantera rosa, sin duda. Rosa es el helado de fresa. Rosa es Pink Floyd. Y rosa es, qué se yo, la cara de un inglés en Benidorm. Pero Jaipur, creo que alguien tiene que decirlo de una puñetera vez, no es rosa. No lo es. No sé desde cuándo no lo es, pero actualmente Jaipur no es rosa. No pueden seguir engañando a la gente con ese cuento, porque la gente va, ve Jaipur, y muy mal tienes que andar de daltonismo para no darte cuenta en 10 minutos de que aquello no es rosa. Nosotros lo descubrimos en nada de tiempo. ¿Porque somos muy listos? No, maldita sea, nos dimos cuenta porque tenemos ojos, y con ellos abiertos sabemos distinguir el rosa del azul, y del naranja, y del verde.

Bueno, a lo que vamos. Llegamos a Jaipur de madrugada, despertamos a nuestro casero, un padre en la India, con su seriedad, su rigidez, y sus buenos consejos. Nos acomodamos en un par de buenas habitaciones, una de ellas con ¡¡terraza!! Eligieron los Durio la terraza, y tuvieron la amabilidad de convidarnos a unas cervecitas allí. Lo mejor de Jaipur, tal vez, fueron las cervezas en la terracita y en el antro que nuestro propio padre indio nos recomendó.

Y, bueno, objetivamente, Jaipur tiene cosas bonitas. El City Palace, el Hawa Mahal, Jantar Mantar… vamos, lo que se dice una ciudad monumental. Para nosotros, quizás, demasiado grande. Yo, ahora, mirando atrás, reconozco que me gustó más de lo que pensaba. Tal vez una de las causas de la inicial decepción es que esperas una ciudad rosa, y cuando no puedes cumplir una promesa, mejor no hacerla. Yo había estado años atrás en Jothpur, la ciudad azul, que sí era azul (y es aún, pues los Durio la vieron este año), y me encantó. También es cierto que Jothpur es más pequeña que Jaipur, más manejable, más misteriosa.

También tenemos que destacar de Jaipur su restaurante, vamos, el nuestro. Creo que se llama DMB, y además de tener servilletas de tela, manteles, y una carta inmensa, servían una comida muy buena. Lástima que, como en tantos lugares en India, olviden que se puede comer con una cervecita. Que no pasa nada. Que sienta bien. Pero en fin, se trataba de un lugar puramente vegetariano, y nos tuvimos que conformar con agua fresca.

El segundo día en Jaipur nos fuimos de Jaipur. Vamos, por la mañana a Amber, un lugarcito a la vera mismo de Jaipur, pero fuera. Llegamos en autobús, por unas pocas rupias. Amber tiene una cosa curiosa, y es que Edu acostumbra a sorprendernos con unos sobres de colacao y nesquick (a gusto del consumidor) en el desayuno, sin comerlo ni beberlo. Se sentía en deuda, pues el año pasado le regalamos un sobre de colacao en la fundación de Vicente Ferrer y nos pagó con la misma moneda. Era su segundo puntazo, pues no debemos olvidar el momento chorizo de Darjeeling. En fin, viendo elefantes, desayunamos en Amber, en un chiringuito, con nuestras bebidas mañaneras preferidas.

Allí ocurrió una cosa curiosa. Edu me devolvió unas pocas rupias que me debía de algún negocio oscuro que nos traíamos entre manos, tal vez, las dejamos (las rupias, no las manos) en la mesa unos segundos, y apareció el camarero, raudo, trincando la pasta, y dando las gracias muy amablemente, por tan inmerecida como involuntaria propina. Nos soplaron 20 rupias, vamos. Me soplaron 20 rupias, más exactamente.

En Amber, un lugar que claramente es el singular de Amberes, pero que está en India, lo que hicimos fue ver la fortaleza, y subir. Subir. Subir. Con una montaña de calor. Subir. Subimos, los tres Parody, porque Lameiro se quedó a mitad de ascensión, subimos, digo a lo más alto. Solo nos quedaba por encima la bandera, pero no pudimos llegar a ella. A cambio nos izamos nosotros tres a una torreta para contemplar unas vistas inmensas del Rajastán. Mientras, Lameiro, hacía fotos, y como mujer famosa que es, se fotografió con alguno de sus fans. Cual sería su sorpresa, y la nuestra, que horas más tarde, en la estación de ferrocarril, mientras esperábamos el tren, una jovencito indio la llamó y, sonriendo mientras le mostraba la fotografía, ya impresa en papel, que esa misma mañana se había hecho en Amber con ella, la señaló orgulloso. Témome que Lameiro no sabía dónde meterse.

Sobre el asunto fotográfico en India hay cosas que aclarar. Cualquier persona no India, blanquita, ya no digamos si tiene pelo rubio o rizado (a mí el año pasado me masacraron) es objeto de “culto”. La gente, jóvenes y mayores, quiere hacerse fotos contigo. Una, dos o treinta personas se pueden poner en fila para esperar su turno para hacerse una fotografía contigo en cualquier sitio. La playa, la estación de tren, una cueva… Les da igual. Les gustan las fotos, y les gustan más sin son con gente de otros mundos. No cabe duda de que, también, sobretodo para la chavalería, un escote tiene un poder de atracción superlativo. En fin, son muchas las fotografías de todos nosotros que hay en los ordenadores de los indios con los que nos hemos cruzado, pero la historia de la fotografía de Sara en Amber no tiene parangón. Quería aclarar esto, porque es importante saber en qué contexto Sara se “dejó” hacer la famosa fotografía.

Bueno, estábamos en Amber, arriba, viendo la inmensidad, y bajamos, claro. Inmediatamente cogimos un autobús, no sin antes ver monos y lemures por doquier (preciosa palabra), y nos largamos, de regreso a Jaipur, a comer al mismo restaurante, casualmente junto al mismo trío de valencianos del día anterior. Comimos la mar de bien, de nuevo. Aunque al decir la mar no quiero insinuar que comiéramos pescado, porque, o mucho me equivoco, o no hemos probado un bocado marino en todo el viaje. Pero, oyes, estaba buena la comida, aunque esta segunda vez olvidamos aclarar que nuestra preferencia era “non spicy”, así que los cabrones nos pusieron picante para seis.

Según creo recordar, la tarde la pasamos intentando pasear por un parque, asediados por una panda de imbéciles, tumbados en el césped, y en Internet. Y la noche, en el tren. Otro tren, otra litera dura, otro vagón, y un destino, Mount Abu. A Mount Abu Road, es decir, a la carretera de Mount Abu, a unos kilómetros de nuestro verdadero destino llegamos de madrugada, tal vez a las 5, tal vez antes. Muertos de sueño, claro, y sin poder movernos de allí en autobús hasta las seis, o algo así. Bueno, sí, podríamos haber contratado un taxi, pero nuestros viajes son baratos, y tratamos de usar los medios más baratos en cada caso. Aunque a veces duela.

Así que allá que estuvimos esperando, un ratito en la estación de tren y otro poco en la de autobús. Y nos montamos, después de todo, en un autobús de esos que en Europa no ves ni el desguace. Yo sueño con la posibilidad de plantarme un día con uno de esos vehículos en la puerta de una ITV española, nada más que para ver el careto de los técnicos. Me temo que la guardia civil no me dejaría ni siquiera llegar, pero sería muy interesante explicarles a los señores de la inspección técnica que, qué demonios, aquello es un autobús y arranca, y hasta anda, así que quiero mi pegatina y la quiero ya. Acabaría en prisión, o algo peor, supongo.

Estamos llegando a Mount Abu, by bus, y estamos llegando a un lugar que imaginamos tranquilo, pequeño, acogedor, cómodo, lleno de hospedajes con sus hospederos dispuestos a echarse en brazos del turista, en plena temporada baja, ofreciendo unos precios fantásticos. Es lo que tiene la imaginación. La realidad real es que Mount Abu es un sitio excelente para descansar, para caminar por el monte, y para respirar, sí, pero ocurre que nosotros llegamos el viernes, un viernes justo antes del lunes en el que se celebraba el nacimiento de Krishna. Y somos tan estúpidos como para no saber que eso supone que toda la India está de vacaciones desde el sábado hasta el lunes, que en India hay 1.300 millones de individuos, y que, en pura lógica matemática, si unos pocos de ellos deciden ir a Mount Abu, Mount Abu se peta, y que si ellos saben que se peta, es probable que hayan reservado previamente todas y cada una de las habitaciones del lugar. Probable no, seguro.

O sea, nos tocó recorrer medio pueblo en busca de una habitación, vamos, de dos, y todos nos ofrecían dos habitaciones, sí, pero solo para la noche del viernes, pues a partir del sábado todo estaba reservado. Eso complicaba nuestros planes de hacer un buen trekking por allí, y lo complicaba mucho. Así que seguimos buscando hasta que resultó evidente que no íbamos a encontrar nada de nada. Con semejante situación, nos hospedamos en las peores y más húmedas habitaciones que encontramos, pero con un precio bastante bueno, y que, eso sí, nos ofreció la ducha comunitaria con el agua más calentita de todo el viaje. Pensábamos nosotros que una vez hospedados todo sería más fácil para buscar alternativas para la noche del sábado. Error.

No encontramos nada de nada. Bueno, sí. Hoteles de alto standing completamente fuera de presupuesto, y una habitación impresentable, llena de trastos, con tres camas, que nos querían alquilar a los cuatro por cinco veces más dinero del que normalmente pagábamos. Así es que tocaba un cambio de planes radical, sobre la marcha. Lo conseguimos, gracias a Charles, el cazador de serpientes. Cambiamos los billetes de tren para un día antes, bueno, en honor a la verdad Edu y Willy cambiaron sus billetes de tren para un día antes perdiendo en el cambio el 80% de la pasta, por cuestiones que no vienen al caso. A nosotros dos nos devolvieron el 80%, en compensación, lo cual estuvo muy bien por parte de la compañía ferroviaria. Ellos compraron otro tren para Jodhpur, mientras nosotros nos íbamos en autobús nocturno y con literas hacia Pushkar. En realidad hacia Ajmer, para de allí seguir hacia Pushkar.

Y en los dos días y una noche que estuvimos en Mount Abu, en fin, paseamos por allí, rodeando el lago, nos tomamos unas refrescantes cervezas, dimos algunas vueltas buscando hotel, conocimos a Charles, y con él nos fuimos de paseo por la montaña. Esa parte mereció la pena, pues el recorrido fue bonito, difícil en algunos momentos pues había que ser una cabra para subir según qué rocas, y tuvimos ocasión de caminar, de sudar, de disfrutar de unas vistas interesantes, y de ver algún cocodrilo y de escuchar a algún oso. Cuando digo algún, quiero decir “un”. Vaya, a mí me gustó mucho la experiencia.

Charles, de 26 años, es un afamado guía, no en vano aparece en la Lonely Planet, biblia del mochilero allá donde vaya. Tuvimos la suerte de conocerle, y de que nos hiciera de guía solo a nosotros. Nos reímos con él, pues es un tipo con un muy agudo sentido del humor, capaz de llevar al ridículo las situaciones por el conocido camino de darle la vuelta a la tortilla. Nos habló de lo que un turista indio sufriría en España, nos imitó a franceses, italianos, alemanes, españoles… Y nos enseñó la montaña, claro, que para eso le pagamos. También, sin pagarle y sin que nos pidiera comisión, nos ayudó a solucionar el asunto de los billetes.

Charles se enamoró de mis botas. Esto es un hecho. Las botas me las regalaron hace años, y en principio tuvimos, las botas y yo, una relación difícil. Podríamos decir que durante semanas, más que botas, eran escayolas. Las Timberland amarillas de toda la vida son duras, resistentes, y cómodas, pero esto último solo cuando las has domado. El primer día que usé las botas me caí por las escaleras de mi casa, pues no podía mover los tobillos, y tuve un pequeño accidente de tráfico, pues fui incapaz de cambiar el pie del acelerador al freno. Me quedé enganchado, vamos. Así que decidí deshacerme de ellas. Me las llevé a Centroamérica pensando en regalarlas por allí, pero cual fue mi sorpresa, a medida que pasaban los días, mis botas y yo nos convertimos en inseparables. Desde entonces, han viajado conmigo por todos lados.

La cuestión es que Charles, claramente, estaba loco por mis botas. También era evidente que Charles necesitaba unas botas, pues las suyas están reventadas, sin suela, prácticamente, y estamos ante un hombre que se dedica a subir y bajar montes cada momento. Por suerte, no tuve que pasar por el trago de decirle que no pensaba darle mis propias botas, pues no eran de su número. Y no es que no quisiera darle las botas por nada, me podría yo comprar otras de regreso a España, pero claro, tendría que domarlas de nuevo, las nuevas, digo. Y no, eso no.

En fin, le mandaremos unas Timberland a Charles pronto, para que pueda subir y bajar montañas con la conveniente seguridad y comodidad. Charles estuvo con Sara y conmigo la tarde después de la caminata, cuando ya Edu y Willy se habían largado a Jothpur. Estuvo bastante simpático, también un poco místico, explicándonos que su madre estaba contenta por la posibilidad de que le mandáramos las botas, y que pensaban, ellos dos, madre e hijo, que la vida te devuelve las cosas buenas que tú has podido hacer antes, cuando quiera que sea. Vaya, tampoco le doy yo tantas vueltas. Tenemos la posibilidad de enviar unas buenas botas a alguien que realmente las necesita, que nos ha tratado muy bien, que nos ha caído bien, y resulta que tenemos la suerte de poder pagarlas sin que nuestra economía se venga abajo. Se mandan las Timberland, y listo.

Mientras los Durio trenzaban hacia Jothpur para después seguir trenzando hacia Jaisalmer, nosotros nos dirigimos hacia Pushkar. Yo ya conocía Jothpur y Jaisalmer, y aunque muy lindas, no tenía intención de repetir ambas ciudades. Mucho menos Jaisalmer, purito desierto, una ciudad increíble, de color tierra, como de cuento, sí, pero donde pasé calor, y cuando digo calor, digo calor de verdad, de tú decir, pero por favor, ¿esto qué es?, y además odié a los camellos, y descubrí, allá por 2003, que el desierto está fatal para pasar allí un par de días o tres. No tienen de nada allí, ni agua fría (a veces ni caliente), ni sombras, ni piscinas, ni playas (aunque vendría de cine una playita tras las dunas), ni bares, ni nada de nada, vamos. Una incomodidad extraordinaria, con una sola y teórica ventaja: el camello. Pero el camello es un ser pedorro, torpísimo en el andar, y hediondo. Un medio de transporte inventado por el mismísimo satanás (antes de que el papa dijera que ya no existe como tal, claro. O sea, el papa dijo, creo, pues no lo sigo mucho, que satanás ya no existe, lo cual me parece bien. Aunque habría preferido que se cargara a los camellos, que hay más y son peores) Resumiendo, que al desierto no hay que ir por gusto, pienso yo. Y, desde luego, debo decir, el cielo que han visto estos ojitos míos en el desierto del Thar, en la India, no lo han visto en ningún otro sitio. Una cantidad de estrellas y un color de cielo, y un amanecer, y un atardecer… Pura magia, sí. Pero una vez vista la magia, mejor no repetir, no sea que descubra el truco.

Sara se animó a acompañarme, pues no quiso pasar calor, y venía aleccionada por alguna compañera de viaje para que evitara el desierto. Nos fuimos, pues, desde Mount Abu hacia Ajmer en bus. Teníamos una maravillosa cabina con dos camas, con su privacidad, sus cortinitas, sus ventanitas a la calle, muy cómoda, la verdad. Sorprendentemente cómoda y fresquita. Y qué haría usted si fuera el chófer y pudiera joder un poco el viaje, pues poner música de película de Bollywood a toda castaña toda la noche. ¿Para quién? Para joder. Además, el viaje que debía terminar a las 4.00 AM, terminó a las 6.00 AM, y aunque nos temíamos ello, el chófer, a las 4.00 AM nos aseguró que quedaban, apenas, 15 minutos. ¿Para qué? Para eso mismo.

Dejamos el bus, y nos fuimos desde Ajmer, inmediatamente, a Pushkar. Otro autobús local, muy baratito y de esos que te preguntas a cada momento cómo es posible que ande. Pero anda, y coge las curvas y todo. Vamos, que nos llevó en media horita larga a Pushkar. Y Pushkar, desde el primer momento, vino de cara. Un señor nos esperaba en la estación de autobuses para llevarnos, gratis, en rickshawn al Mama Luna. Nos dejamos llevar, aunque no conocíamos de nada al señor, ni habíamos oído hablar jamás del hotelito de marras. Pero nos ofreció un precio perfecto, nos aseguró que el sitio era nuevo, y nos fiamos. Fiarse en la India de esta gente es una locura el 99% de las ocasiones, pero nos tocó el 1% bueno.

Sí, el Mama Luna estaba nuevo, reluciente. Y las paredes no despintaban. Y el precio era buenísimo, y no solo eso, sino que coincidía con el que nos habían ofrecido en la estación. Y no tuvimos que pagar el rickshaw ni nos pidieron comisión. Y nos invitaron a un chai de bienvenida. Y… Todo bien. ¡Todo bien! Quizá el truco estaba, y no quiero pecar de nacionalista español, ni de machaca indios, pero pensé, lo reconozco, en dónde estaba el truco, y tal vez, el quid era que la gerente temporal del local era una española del año 1971 (gran añada) que tenía aquello como una patena. Pero no me echen cuenta. Simplemente encontramos un lugar fantástico.

En Pushkar hay muchas cosas que hacer. La mejor de las cosas que puedes hacer, sin duda, es no hacer nada. Dejar pasar el tiempo, tomar un chai, ver el lago, mirar la montaña… Dicen que allí los guiris lo que hacen es, de día, nada. Y de noche nada, aunque fumados de maría hasta los ojos. Todas las cartas de los restaurantes ofrecen el special lassi, lassi con Bang, vamos. Una especie de yogurt líquido con su maría. También hay magic cakes, o pasteles mágicos, y space cokkies, vaya, galletas con las que te dan un paseo espacial, así sin más.

Nosotros hicimos menos que nada. Comer bien, tomar chai, un día caminamos un monte, también nos hicieron unos masajes ayurvédicos espectaculares en el propio hotel, leímos, le gané ocho partidas, una detrás de otra, de rummy a Lameiro, paseamos por el lago, vamos, no por el agua en plan mesías, sino por sus escalinatas sagradas, escalinatas donde está prohibido caminar con zapatos, y terminantemente prohibido hacer fotografías. Yo desconozco la diferencia entre una prohibición y una prohibición estricta, por cierto. Y por cierto, es difícil cumplir la prohibición, la estricta, digo, porque los propios bañistas indios están deseando que les hagas fotos, te las piden a cada momento, y uno no puede defraudar a la afición. En fin, alguna foto hicimos.

En Pushkar, probablemente, es donde mejor hemos comido de la India. Lo mismo daba pedir comida india que occidental, o un couscous, o un plato irlaelí, lo bordaban. Riquísimo todo. Nos salió tan bien la primera cena en el Rainbow que no cambiamos de restaurante más. Aún nos faltaron días para probarlo todo.

(Mientras, a una distancia de 14 días a camello de Pushkar, los Durio sufrían bajo una losa de 50º centígrados, y sobre la joroba de unos insufribles animales, llamados camellos).

Ya en Pushkar decidimos empezar a hacer compras, los regalitos. Esos regalitos que tanta alegría producen en los que se quedan por aquí, y que tantos dolores de cabeza dan a los que viajan allende los mares. La mera idea de salir a la selva de los mercaderes indios ya echa para atrás. La obligación de regatear, de escuchar sus tremendas exageraciones sobre la calidad del producto, y tal y tal, marea. Pero hay que salir ahí fuera, y enfrentarse a eso. Y en Pushkar empezamos a sufrir. Compramos unas baratijas, y cosas que no pesaban demasiado. Allí todo es barato, cierto, pero no es menos cierto que depende de quién, te pueden pedir hasta tres veces más del precio que terminas pagando, y este último precio que terminas pagando, tal vez, sea aún el doble del valor del producto. Pero bueno, la cosa es que el precio que pagues a tí, comprador, te parezca razonable, y para ello tienes que hacer una fórmula mental, una mezcla entre lo que pagarías en España por eso mismo y lo que pagas en la India para cenar, por ejemplo. Al final, cualquiera sabe, más que comprar, juegas un poco, probablemente a algo parecido al precio justo.

Pushkar, y con Pushkar el viaje, empezaban a terminar, como suele ocurrir cuando se acerca el mes de septiembre. Nosotros dos habíamos decidido pasar un par de días en Delhi, al menos. Porque Delhi merece un tiempo, y porque allí las compras son más convenientes y sencillas. Así que nuestro último martes nos montamos en nuestro último tren. Y ese tren nos llevó a Delhi.

(Mientras, a una distancia de 14 días a camello de Pushkar, los Durio sufrían bajo una losa de 50º centígrados, y sobre la joroba de unos insufribles animales, llamados camellos).

Delhi es una ciudad enorme. Tiene unos catorce millones de habitantes, y es la tercera ciudad más poblada de India. Eso indica lo que es la India. Si con catorce millones de personas no ostentas el título de la mayor ciudad del país… Llegamos a Delhi a las diez de la noche, después de pasar frío, de verdad, por primera vez en la India. Pasamos frío en el tren. Tuvimos que comprar por narices tickets de primera, y ahí los vagones tienen aire acondicionado. Y el aire acondicionado podría utilizarse para evitar el calor, pero eso sería poco. Allí, ya que lo tienen, lo usan para congelar. Gran idea la de ir debajo de una manta en un tren indio, mientras fuera la gente se abrasa a 40º. Afortunadamente no fueron más de seis horas, pues si estamos un rato más aún estaríamos con neumonía.

La llegada a Delhi es una locura, claro, pues los taxistas y conductores de lo que sea te intentan decir cosas como que no existe la ventanilla de prepago, aunque estés a diez metros de un cartel enorme en el que se lee: PREPAID. Nosotros tuvimos la suerte de salir de la estación por un lugar raro, vamos, por una puerta falsa, y cogimos desprevenidos a los tangadores profesionales, de forma que cuando se quisieron dar cuenta, ya estábamos comprando el ticket del autorickshaw de prepago. Y nos fuimos para la zona del Paharjang, un hormiguero de gente, lleno de hostales baratos, y restaurante para guiris de bajo presupuesto.

Después de asombrarme con el precio de las habitaciones en algunos lugares que ya había conocido en otros viajes, encontramos un lugar en el que hospedarnos. Se llamaba Yes Please Guest House, y a un precio razonable para Delhi, nos dieron una habitación microscópica. Cabíamos acostados. Los dos de pie, a duras penas. Vestirnos los dos a la vez era una azaña. Pero era estupenda, silenciosa, y con unos mosquitos enseñados que solo picaban a Sara. Como siempre.

(Mientras, a una distancia de 31 días a camello de Delhi, los Durio sufrían bajo una losa de 50º centígrados, y sobre la joroba de unos insufribles animales, llamados camellos).

En Delhi empezamos bebiendo cerveza, y así terminaríamos dos días después. Por el camino comimos cositas ricas, escuchamos música en directo, nos hicimos coleguitas de los vendedores de las cercanías del hotel de tanta visita, nos aprovisionamos de regalos para media Huelva, esperamos a los Durio (el verbo esperar encaja muy bien con este apellido, me da la impresión, vaya), y hasta hicimos turismo. Y lo más importante, a pesar de que nos dijeron que pasaríamos mucho calor, no fue así. La temperatura era bastante agradable, y hasta alguna agua nos cayó para mejorar el ambiente.

Con los Durio, llegados de pasar unos ratos a camello, sufriendo bajo una losa de 50º centígrados, y sobre la joroba de unos insufribles animales, llamados camellos, con ellos, digo, (con los Durio, no con los camellos) pasamos el último día en Delhi. Nos despedíamos de nuestro viaje, y lo hicimos como a la llegada, juntos, aunque mejor de salud, habiendo aprendido montones de cosas, y compartido muchos momentos, momentos de ésos que una amiga a la que conocí en mi primer viaje llamaba “momentos oro”. Paseamos por nuestro barrio de Delhi, almorzamos juntos, cenamos juntos, nos tomamos las Kingfisher de despedida, y nos despedimos. Nos regresamos.

La sensación de irse de cualquier sitio es un tanto desagradable. Yo no quería venirme para España, no tienes muchas opciones, claro, pero siempre piensas que debería ser un poco más largo el viajito. Pero no era más largo. Fueron 4 semanas, ni más ni menos, y, cuando llegó la hora, teníamos un taxi esperando en la puerta del hotel, y un avión que nos llevó a Helsinki y otro a Madrid, y un coche que alquilamos para llegar a Sevilla primero y a Huelva después. Cada cual con su mochila, que ya está bien, pero además con su mochila llena de regalos, tal vez, de mierda, seguro, y también, probablemente, de una enormidad de sensaciones, de emociones, de imágenes, de recuerdos, de enseñanzas que nos dio la India, a lo largo, o más bien a lo ancho de un viaje que empezamos a pensar allá por el mes de marzo y que terminó un sábado de agosto de 2011. El último sábado de agosto de 2011.

Esta vez la vuelta tenía, de todas maneras, un aliciente para todos nosotros. Teníamos la certeza de que en breve la pesadilla de la 114 empezaría a cambiar, a mejor, claro. Sabíamos, queríamos saber, que muy poco tiempo después se terminarían las visitas al hospital. Y empezaría una etapa nueva. Habíamos podido poner nuestros pensamientos en orden durante un mes, y traíamos energía para repartir. La queríamos repartir, desde luego, y sabíamos entre quienes había que repartirla. Y hasta que no terminemos de repartir todo eso, todo lo bueno que aprendimos, hasta que nos olvidemos de lo que vimos y vivimos, hasta que nos queden los recuerdos de lo que pasamos, de lo que soñamos, hasta entonces, este viaje no habrá terminado. Y, tal vez, nunca termine…

Y entonces, mientras termina o no, lo único que queda, lo único que me queda, después de todo, es dar las gracias a Willy, por atreverse a viajar, por decidirse a ir, y por elegirme como compañero en su primera gran aventura. A Edu, al que llamarle primo sería bajarle tres o cuatro grados en el escalafón, por seguir siendo el mejor viajero que puedes llevar al lado. Y a mi compañera de viaje, por serlo durante cuatro semanas, y, sobretodo, por serlo durante nueve años.

JOSE REVILLA PARODY
2011

9 comentarios:

  1. Ahora, terminado de leer, me confirmo en algo que dicen casi todos los que viajamos, mucho o poco, lejos o cerca: los viajes son, casi siempre y sobre todo, al interior de uno mismo. Porque por mucho que te admires, por mucho que descubras en los paisajes, las personas o las culturas, lo que aprendemos de nosotros mismos siempre es más...

    Viajar es una actitud. Y te sirve para asomarte a países como la India o para acercarte a un pueblito de la sierra de Sevilla. Viajemos, siempre, lejos, cerca, pero viajemos...

    Gracias por compartir

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  2. ¡¡¡Qué buena crónica!!! Mucho mejor que las de Edu, dónde vas a parar...

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  3. Jose, q bonito, mucho mejor que lo mío, vamos. Edu.

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  4. Esta crónica de viaje parece más bien la crónica de la muerte de un escritor de poca monta. Vamos, nada que ver con la del Mulhacén, esa que hizo un tal Edu, que sin duda debería estar ya mismo publicando sus escritos, que seguro serán admirados. Auguro, para este, una gran carrera literaria. Para aquel, una gran carrera en la media. Porque es que además es moña, pero ese es otro tema en el que no voy a entrar…por cierto, aunque ponga que soy edu, no soy edu, soy un crítico literario profesor de literatura

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  5. Pero qué verdades dice este hombre!

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  6. Y digo más, Jose no es solo moña, es vagoneta!y Edu? edu es un macho cabrío!

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  7. Venga vale, lo admito, Edu escribe mucho mejor que yo. Y si, soy vagoneta, qué pasa?. Primo Jose.

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